Cuando dejé a Robert y a George en la habitación de aquel lujoso hotel de las afueras de la ciudad, no imaginaba lo que el futuro tenía guardado para mí. Lo mejor estaba por llegar, literalmente. También me tocó asumir que mi nombre ahora figuraba oficialmente en la lista de los adictos al sexo.
CAPÍTULO IV
Me detuve a desayunar en un viejo café del centro de la ciudad. Pedí una ración de huevos revueltos con patatas fritas. Estaba urgida de calorías y no me importaba saltarme la dieta una vez. También ordené café y una coca cola. Definitivamente, mi cuerpo clamaba por energía. Después de 12 horas del sexo más salvaje que había tenido en mi vida, creo que podía darle todo lo que me pedía.
Tomé el subterráneo y en 15 minutos estuve en casa. Por pura costumbre, encendí la laptop y abrí mi correo electrónico. Quería cancelar una cita que tenía pautada para aquella misma tarde. Por primera vez en mucho tiempo, no me apetecía follar. Lo único que quería era dormir.
Cuando estaba por apagar la computadora y desconectarme del mundo, un nuevo mensaje llegó. Estuve a punto de ignorarlo. Pero después que vi quien era el remitente, no pude pasarlo por alto. Era de Robert.
La carta
Oh, mi niña. ¿Qué me has hecho? Anoche, debo admitir que por momentos, tenía ganas de asesinarte con mis propias manos. Lo que hiciste. Lo que mi hiciste hacer… Dios.
Pero creo que tú lo descubriste primero que yo. Sabías que era lo que necesitaba. Sabías que mi etiqueta de adicto al sexo no era más que una fachada. No porque no lo fuera. (Sí soy de los adictos al sexo). Solo que había pasado toda mi vida follando de la manera equivocada.
Gracias, de verdad…
¿Gracias?
La carta de Robert se extendía perezosamente entre agradecimientos y lo feliz que estaba. También daba detalles de lo bien que se sentía llevar a su boca «una polla tan grande y tan rica como la de George» y tragarse toda su leche.
Estuve a punto de abandonar la lectura en un par de oportunidades, pero sentía que debía llegar al final. Menos mal y lo hice.
Mi nueva vida
Desde ese día, Robert se convirtió en mi protector. «No tendrás que volver a prostituirte más nunca, mi niña.» Prometió que desde ese mismo instante, todos mis gastos correrían por su cuenta. Más nunca tendría que preocuparme por dinero.
Y así fue. Los siguientes dos años solo me dediqué a estudiar. Mis días de citas clandestinas y hombres adictos al sexo quedaron en el pasado… o casi.
Si bien dejé de vender mi cuerpo, no podía dejar de follar. Todos los días. A cualquier hora. Tuve que asumir que mi vida lejos de los placeres de la carne y del pecado no era lo mío. Necesitaba que me cogieran. Y duro.
Toda mi experiencia previa me sirvió para siempre acertar al momento de seleccionar a mis juguetes sexuales. El sexo ya no era por dinero. Solo por puro placer y lujuria. Y eso lo hacía mucho más sabroso.
Adictos al sexo
Algunos de mis compañeros de clases y casi todos mis profesores también pasaron por mi cuerpo. Nunca esperé otro beneficio que no fuera un orgasmo estremecedor. Y si eran dos o tres, mucho mejor.
De Robert y George no supe mucho durante aquellos tiempos. Todos los meses, sin falta, me aguardaba un suculento cheque en mi buzón.
Hasta que terminé mis estudios. El día del acto de grado, recibí un sobre de manos de un cartero bastante sexy, con el que creo me había acostado un par de veces. Era mi regalo de graduación: Robert y George me invitaban a pasar con ellos un fin de semana en su casa de Ámsterdam.
Dentro del sobre venía una extensa carta de Robert, escrita esta vez a mano alzada. De nuevo se extendía en agradecimientos por lo feliz que era en su nueva vida. La misiva cerraba con una aclaratoria: «no te preocupes por el frío.» (Era finales de noviembre y aquel prometía ser el invierno con las temperaturas más bajas en 100 años). «George y yo le daremos a tu cuerpo todo el calor que necesite… y mucho más.»
¿Qué tenían en mente? Me moría por averiguarlo.
Puta de profesión, pura de corazón. Parte I: Conociendo a Robert
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