Era un fin de semana como venían siendo cuando me quedaba sola debido a que mis padres salían de casa. Mi hermana se juergueaba con su enamorado, lo que quería decir que su ropero quedaba completamente a mi predisposición.
Está demás decir por aquellos días ese era mi secreto mejor guardado. Había conseguido esconder mi feminidad desde el momento en que a los ocho años me puse un vestido que mi hermana dejó en el baño cuando yo entré, y supe que mi sexo auténtico era el que vivía como real cuando tenía alguna prenda de mujer encima.
Aquel viernes a las diez de la noche descubrí una diferencia respecto a otros fines de semana. Mi papá había dejado el automóvil en el garaje y las llaves sobre la mesa.
Lo digo a aquellas que han pasado por lo mismo que pasé yo. Tras un tiempo de “hora de chica”, paseando por la casa caminando con mi alma de mujer, con mi paso cadencioso, agitando el vestido o bien girando de forma ágil para que se levante y mis muslos queden expuestos a un conjunto de hombres que en mi imaginación me miraban con deseo y excitación.
Preparada para la noche
En eso estaba cuando mi vista se detuvo en las llaves del auto. ¿Y qué tal si daba un paso más cara el cumplimiento de mis fantasías más intensas? Sólo tenía que salir a conducir por las calles de la urbe protegida en el vehículo. Del muchacho que era para el resto no quedaba nada después de mi transformación.
Una peluca de mi madre y una cautelosa sesión de maquillaje me descubría frente al espejo a un personaje completamente distinto. Por la parte interior, la ropa íntima suave me acariciaba en mis partes más preciadas, un sujetador moldeaba unos pechos que me redondeaban y me completaban como mujer, como mujercita, frágil y sumisa.
Nadie me descubriría. La noche era mía. Me sentía, además, muy confiada. Claro que tenía algo de vergüenza, pero ese sentimiento es el ingrediente más coqueto que poseo. Avergonzada, me siento más mujercita.
Ya sentada en el asiento del piloto, vi mis piernas y mis zapatos. Mi vestido dejaba ver una parte de mis muslos, y al levantar una de mis piernas, algo más de mi cuerpo quedaba expuesto. Estaba verdaderamente hermosa, bella, femenina y feliz. Aquella fue la primera vez que estuve en la calle vestida, y muy excitada al conducir así.
El conductor del autobús
En el primer semáforo en rojo, un pequeño autobús se colocó a mi lado. El conductor me miró fijamente. Se dice que la mirada humana es más fuerte que cualquier otra cosa. Yo lo comprobé con ese hombre. Sus ojos dirigidos hacia mí me produjeron cosas que ni siquiera en mis más excitantes noches de chica pude haber imaginado. Al comienzo me sentí descubierta, pero eso, lejos de incomodarme, me transportó a un mundo de emociones nuevas y muy placenteras.
Fue como si no estuviese en ese lugar, sino en uno de mis sueños, en un espacio y un tiempo donde todos mis deseos se convirtiesen en realidad.
En el estado más femenino, cuando una se siente delicada, frágil y vulnerable, siempre me viene la misma fantasía: es un hombre vulgar, fuerte, sucio, alto, musculoso, con su cuerpo oliendo a sudor, el que me tiene entre ceja y ceja. Yo soy su presa.
El conductor tenía todas esas características. Provisto de una grosera masculinidad, durante unos pocos segundos me hizo sentir más mujer que nunca.
El semáforo cambió a verde y el pequeño autobús, con su poderoso conductor, empezó a alejarse de mí. Yo me quedé atontada, sin mover mi coche. El sonido insistente del claxon de un automóvil y de los gritos de su chofer contra mí, me despertaron, pero igual me quedé quieta por unos segundos. El automóvil que estaba atrás cambió de carril y me sobrepasó mientras me gritaba: “¡Mujer tenía que ser!”.
Entonces aceleré y seguí al autobús, alentada por el reconocimiento que terminaban de regalar. ¡Me confundieron con una chavala!
Mujer tenía que ser
Unas cuadras más allí, estaba detrás del vehículo en el cual viajaba el conductor. Quería verlo, mas. los rebosantes pasajeros me lo impidieron. Él viajaba adelante y en la puerta de la derecha. Yo, en el lado izquierdo, movía mi cabeza esperando que me vea. Y distraída como estaba en esa ansiosa labor, reaccioné de forma tardía cuando el autobús se detuvo, ¡y lo choqué!
No fue grave, mas sí llamó la atención de la gente. El conductor bajó del autobús y se me aproximó. De un modo poco conveniente, me había salido con mi gusto de tenerlo ante mí. Y digo poco recomendable, porque junto con él, se acercó un agente de la ley para pedir mis documentos.
No es difícil adivinar lo que sucedió después. El policía vio que la fotografía de mi licencia de conducir no coincidía conmigo. Le tuve que confesar la verdad, le afirmé que me mirara bien.
—¡Oh, Dios! —dijo sorprendido. ¿Eres travestí, hija?
Le dije que sí, mientras inclinaba la cabeza. Le solicité que no intervenga, que yo arreglaría con el autobús.
—Se lo suplico, jefe. Por favor, nadie sabe mi secreto. Mis padres me matarían si se enteran.
Suplantación de identidad
El conductor se aproximó y me dijo que no me preocupara, porque los daños en el autobús eran insignificantes. Yo, agobiada por no perder el contacto con él. Le ofrecí el número de mi teléfono móvil “por si acaso se percatan de que hubo más daños”.
Ni bien se comenzó a alejar el autobús, el policía me detuvo.
—Tengo que llevarte a la Comisaría.
—Pero si ya arreglé con el otro vehículo…
—Sí, hijita, pero lo que has hecho es suplantación de identidad. No puedes conducir fingiendo ser alguien que no eres.
Y de esta manera me vi detenida en una celda. Era un sitio sumamente sucio. Dos mujeres con apariencia de prostitutas (entonces me enteraría de que su femineidad era más o menos como la mía) me miraron agresivamente. Me dio la sensación de que era una celda singularmente dedicada a travestís sorprendidas infragantI ejercitando la prostitución callejera.
—Eres bien joven, niña —me dijo una de las “putas”. No te hemos visto ya antes por aquí. Vas a ser una competencia no deseada. Te haremos la vida imposible. Búscate otra zona.
—No va a competir con —dijo el oficial de la Comisaría—. Esta niña jugará en otras ligas.
Continuará…
Mi primera experiencia como mujer
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